Una de las noticias más difíciles que debemos afrontar es, sin duda, cuando alguien nos comunica sobre la muerte de un ser querido. En esas circunstancias es común que sentimientos de congoja y dolor invadan nuestra mente y corazón. Y quizás, en esta situación tan complicada, nos hemos cuestionado si es que es poco cristiano sentir tristeza por la partida de algún familiar o amigo. La respuesta es clara: no, de ninguna manera. Por el contrario, sentir pena es algo completamente humano y normal, pues es una expresión de nuestra propia sensibilidad. Además, es también una expresión de amor hacia dicha persona, ya que resulta natural que la separación definitiva de alguien cercano a nuestro corazón nos produzca una gran aflicción y conmoción.
Recordemos, pues, que Cristo mismo experimentó un abatimiento profundo cuando se enteró que su amigo Lázaro había muerto, al punto de que “Jesús se echó a llorar, y los judíos allí presentes comentaban: ‘Miren cómo lo quería’.” (Jn 11,35-36)
No obstante, debemos ser cuidadosos, con el fin de evitar que esa tristeza no se tiña de desesperanza o se transforme en depresión. No caigamos en el desconsuelo, que más que ayudar a recuperar a quienes ya partieron, solo nos afecta emocionalmente. Tengamos en cuenta que el Señor ha vencido definitivamente al pecado y a la muerte, de modo que nuestra vida continúa en la eternidad y que en la resurrección final nos volveremos a encontrar con todos aquellos que partieron antes que nosotros a su encuentro con Dios.
En este sentido, lo que debemos hacer es apoyarnos en nuestra familia -quienes pueden también entender ese sentimiento de tristeza-, recurriendo a nuestra Madre María, y haciendo uso de los diversos medios espirituales que nos ofrece la Iglesia para vivir un sano proceso de duelo.
Finalmente, recordemos la promesa de Jesús: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, vivirá, aunque muera; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás.” (Jn 11,25-26