A lo largo de nuestras vidas, son nuestros padres quienes nos muestran el mundo y nos enseñan a caminar por él. Solemos pensar que son seres inmortales, quienes, al igual que cuando éramos niños, siempre estarán ahí para nosotros. Sin embargo, como parte del ciclo de la vida, cuando parten a su encuentro con Dios, nos damos cuenta que ellos son también humanos, y entendemos entonces todo lo que han hecho por nosotros.

La muerte de nuestros padres nos traslada a un mundo en el que hemos pensado, pero para el que no estábamos listos. Perder una conexión tan importante como esta puede ser muy doloroso y, aunque muchas veces se espera que un hijo adulto lo tome con serenidad, el duelo es un proceso natural y necesario por el que atravesar.

En medio de ello, es importante recordar que, incluso cuando nuestros ojos ya no los puedan ver, ese lazo incomparable con ellos sigue ahí, pues la muerte no es una barrera para continuar amándolos incondicionalmente. Una nueva relación nacerá con ese padre o madre, aunque no una física, sino una en la que ellos vivan en nuestros corazones, hasta el momento en que nos volvamos a reencontrar.

“Doy gracias a mi Dios cada vez que me acuerdo de ustedes. En todas mis oraciones por ustedes, siempre oro con alegría.” "

(Filipenses 1:3-4)