Quizá muchos de nosotros hemos escuchado este refrán popular: “todo tiene solución, menos la muerte”. Este dicho transmite una actitud ante la vida que permite superar problemas y dificultades, sin embargo, reconoce también que el ser humano siempre se topa con un muro, con una realidad que para él solo es imposible de atravesar: la muerte.
“La muerte ha sido devorada en la victoria.
¿Dónde está, oh muerte, tu victoria?
¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?”
(1Cor 15,54-55)
Y aquí brilla la Buena Noticia de nuestra fe, pues en el tiempo de Pascua celebramos que, para nosotros, unidos a Cristo todo tiene solución, o más bien, todo tiene “salvación”, incluso, la muerte. En estos días, la Iglesia celebra que Cristo el Hijo del Padre, que asumió verdaderamente todo lo humano, quiso llegar incluso hasta ese límite oscuro, frío e insoluble que es la tumba, para desde dentro de la mayor soledad humana que es el sepulcro, vencer su oscuridad con la Luz de su Resurrección.
Esa es la esperanza que celebramos como cristianos: en Cristo, todo tiene salvación, incluso la muerte. Por ello, unidos a Cristo, sabemos que no hay tristeza, dolor, angustia, no hay “tumba” que sea tan oscura como para no verse iluminada por la Luz del Resucitado. En la mañana de la Resurrección las mujeres se preguntaban: “¿cómo haremos para entrar?, ¿quién nos removerá la piedra de la tumba?”. Pero he aquí el primer signo del Acontecimiento: “...la gran piedra ya había sido removida, y la tumba estaba abierta.” (Benedicto XVI). En Cristo, tenemos la certeza que la tumba no tiene la última palabra.
La Misa del día de Pascua, aquella que celebramos el Domingo de Resurrección, comienza con la antífona de entrada: “He resucitado y viviré siempre contigo, has puesto tu mano sobre mí, tu sabiduría ha sido maravillosa. Aleluya”. Y estas palabras, referidas al Salmo 138, son hermosas, pues nos introducen en el diálogo intratrinitario entre el Hijo Resucitado y el Padre Eterno, pues “la liturgia ve en ello las primeras palabras del Hijo dirigidas al Padre después de su resurrección, después de volver de la noche de la muerte al mundo de los vivientes. La mano del Padre lo ha sostenido también en esta noche, y así Él ha podido levantarse, resucitar.” (Benedicto XVI). El Hijo Eterno enviado por el Padre, ha atravesado toda la vida humana, ha pasado también por la muerte, ha sido sostenido por el Amor de su Padre, y ha resucitado.
Pero este misterio no es sólo realidad para el Hijo, sino para todos aquellos que participamos de su Vida. Por ello, en Él, todos nosotros hijos de Adán, podemos también ser sostenidos por la mano amorosa del Padre que vence la oscuridad de la muerte. Esas palabras de la Misa del Día de Resurrección son también palabras que el Resucitado nos dirige a nosotros: “He resucitado y ahora estoy siempre contigo”, dice a cada uno de nosotros. “Mi mano te sostiene. Dondequiera que tú caigas, caerás en mis manos. Estoy presente incluso a las puertas de la muerte. Donde ya nadie puede acompañarte y donde tú no puedes llevar nada, allí te espero yo y para ti transformo las tinieblas en luz.” (Benedicto XVI).