Querida enfermedad,

Cuando apareciste por primera vez, eras cien notitas adhesivas dando vueltas por la casa de mis abuelos. Vimos tus señales cuando la abuela habló: una palabra que faltaba, un pensamiento incompleto, una fecha olvidada. Entre las citas con los médicos, te convertiste en un invitado no deseado, amontonando papeles en cada mostrador, llenando gabinetes hasta que se desbordaron. Y, como te veíamos más, la veíamos menos.

Llevaste a una mujer tranquila a un viaje, arrastrándola de la negación por la mañana, a la ira por la noche, llevándola al dulce olvido durante todas las horas intermedias. La dejaste allí, perdida en su propia casa. Convertiste rostros familiares en extraños, dejándola inestable y asustada.

Temido Alzheimer, mi abuela hace tiempo que olvidó mi nombre, pero yo le devuelvo esos lindos momentos, cuando le cuento las historias que pasamos juntos. Ahora es mi turno de cuidar de ella, como ella cuidó de mí cuando yo era pequeña. De tener paciencia ante sus preguntas, de devolverle las sonrisas que le has arrebatado.

Ella se merece todo lo mejor, es una portadora de la imagen de Dios, y solo él nos dará la fuerza para seguir brindándole todo el amor que ella merece. Mira a mi abuela acostada en la cama y verás a una mujer pequeña en este mundo, vista por el Altísimo, con el cuerpo frágil pero llena de la gloria de Dios.

Esto es lo que nunca entenderás: mi abuela no pertenece al Alzheimer. Ella pertenece, “en cuerpo y alma, tanto en la vida como en la muerte, a Dios”. Ella es amada desde y para la eternidad, y nos consuela la esperanza en las promesas de Dios, quien la sostiene hoy y siempre. Nadie ni nada la arrebatará de Su mano. (Juan 10, 28–29)

Y, cuando llegue el final, enfermedad, solo será el final de esta enfermedad. Para ella, la verdadera vida apenas estará comenzando.

Jesús le dijo: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?” (Juan 11, 25–26)

Puede que ella no lo recuerde ahora, pero Él le será fiel a ella y a nosotros, su familia, hasta el final.

Alzheimer, tú eres la razón por la que no tuve una última conversación con mi abuela. Le impediste escuchar nuestras despedidas. Pero tú no tendrás la última palabra. Pero sé que aunque su memoria se ha ido para siempre, mi cariño por ella no se irá jamás.

Vivirás para siempre

Buen Jesús,

Gracias por no olvidarnos, ni por un momento. El dolor sería insoportable, sin tu mano que nos sostenga. Gracias por cumplir Tu promesa de estar con nosotros mientras caminamos por el valle de sombra de muerte.

Tu bondad y amor siguieron a mi abuela todos los días de su vida, y ahora, confiando en tus promesas, elevo mi oración para que habite sana y salva en la casa de Dios Padre para siempre.